Joven de entorno familiar aristocrático –condición que no ha sido determinante para él–, Mariano se movió por aquel oasis de modernidad que surgió en la Córdoba de los años cincuenta del siglo XX, asistiendo a las reuniones de artistas e intelectuales que tenían lugar en el Círculo de la Amistad; una institución que, con la inestimable labor de Fernando Carbonell, se mostraba culturalmente muy activa por aquellos tiempos.
Con algunas nociones artísticas aportadas por el pintor Rafael Serrano, pero con una formación básicamente autodidacta, Mariano fue forjando una subjetiva propuesta pictórica durante los primeros años de la década de los sesenta. Principalmente dentro de la corriente neofigurativa, en boga por aquel entonces, sus obras eran resueltas con carácter informalista, en lo que respecta al gesto, desde la importancia concedida al objeto o motivo representado.
En 1961 realizó su primera exposición individual en la cordobesa galería Céspedes; para traspasar las fronteras locales, en los siguientes años, y mostrar su obra en diferentes espacios expositivos nacionales e internacionales. En el ir y venir, Mariano entabló relación con personalidades fundamentales dentro del arte español de la época, como el preclaro Fernando Zóbel.
Con cierto desencanto y desmotivación para seguir recorriendo el sinuoso sendero de la vanguardia, Mariano se fue apartando de la pintura. Para, a mediados de los años 80, regresar al estudio con una obra realista en la que la naturaleza y la caza –materias en las que también se ha adentrado a través de la escultura y la escritura– fueron los ejes temáticos.
Pero en ese libre recorrido que es su relación con el arte, tras recuperarse de un ictus, Mariano dio un nuevo giro estilístico a su pintura con una serie que fue expuesta por primera vez, bajo el título de La fiesta (2013), en la galería Carmen del Campo. En cierto modo, al mismo tiempo que se abría una nueva perspectiva, volvían algunos rasgos característicos de la primera etapa, como los esquematismos o las composiciones realizadas con masas de colores. De la representación realista, durante el periodo cinegético, el artista pasa a la búsqueda de lo esencial por medio de los protagonistas de la lidia, sin que ya sea necesario el efecto de la minuciosidad. No se observa tensión de más por medio de forzados ejercicios de movimiento. Hay una quietud muy taurina, en unas escenas que, cuando se desarrollan en la plaza, están envueltas por una fusión de formas y colores que, como contrapunto, sí trasladan el bullicio de los tendidos.
Como diferencia con respecto a la etapa inicial del artista, sí observamos una ampliación de la gama cromática, identificable con el tema, adecuada para el propósito de evocar algo palpable en la atmósfera de la corrida de toros: la alegría que rodea a un rito que coquetea abiertamente con la tragedia.
No es la primera vez que Mariano Aguayo fija su atención en la tauromaquia. Partiendo del interés artístico que le despierta la estética taurina, viene gestando obras con esta temática desde sus inicios. Cabe recordar que, en 1965, realizó el cartel –a cuatro tintas planas: azul para el cielo, rojo para las barreras, amarillo para el albero y negro para el toro– que anunciaba la inauguración de la plaza de toros de Córdoba. El toro que se empina, acogido ya como símbolo, fue reinterpretado por el artista, con su colorida paleta actual, para conmemorar los 50 años de la plaza.
Pablo de Grada